El arte del sueño revolucionario puede desempeñar un papel determinante en las épocas prerrevolucionarias. [ Žižek]
El árbol del mundo es un patíbulo-
El árbol de la cruz es un patíbulo-
El árbol de la ixtab es un patíbulo-
Bajo el árbol del kandásh
una pluma de viento.
Bajo el roble del norte y el arce blanco del sur
la tumba que no esculpimos para Noah y Farnés.
Los buscamos todavía en las postrimerías del bosque,
ya han danzado para ellos su canción de sombra,
sin remedio entonces
talábamos y talábamos
la raíz del fresno.
Y al calor de las hojas
tendíamos nuestros cuerpos (señalando un nudo):
hacíamos penitencia
sobre polvo y ceniza.
Bajo el árbol del kandásh,
una pluma de viento.
Bajo el árbol que esquilmamos nuestra estupidez,
la semilla de todos los cipreses del mundo.
Somos todavía aquellos dos troncos de madera
que en el Tiempo de los Nombres
(fresno y olmo) tallaron ViliVé
y el tercer hermano que entregó su ojo
a cambio de algo más que sabiduría
-poder, tierra, y el agua de lluvia-
todavía barro y alambre sobre un bosque en tiniebla,
herederas de las visiones que trocieron unos seres dormidos:
culebras de laguna bajo las estrellas
bajo la cellisca
cuando todo estaba quieto y nada se cambiaba
por cuatro veces recreadas a partir del maíz
aún nos faltaban los ojos y apenas en pie
nos desintegrábamos al contacto con el agua,
todavía nosotras, en los cuatro rincones del mundo
nosotras:
emparentadas por el poder de la sangre
brotamos de Lamga,
brotamos de Ki
brotamos de Aruru y brotamos de Enlil
(tierra modelada en el torno de aquel ceramista
que después se cansó,
el que hizo añicos su rueda tras hacerlas girar
sustento tras sustento,
el Señor de la Casa de la Vida)
nosotras:
limo pobremente tomado del río,
cuerda introducida en cada gota de arcilla
por Nüwa, quien antes había tallado
el curso boquiabierto de los manantiales
para quienes nos antecedieron, los diez mil seres
generados del uno que se vertió en dos
nosotras:
desnudas e indefensas todavía aceptamos el regalo del fuego,
hijas de la cañalea que aún calienta nuestras manos
tras alcanzar el recinto esperado
de las congregaciones
nosotras:
todavía el lamento increpado hacia el sol,
aquel doble soplo insuflado en la arcilla
y diga la madera
diga el tallo del olmo
diga la reunión de los juncos
diga la lluvia y diga el maíz
diga el poder de la sangre
diga el limo
diga el barro
diga el fuego lo que somos,
todavía aquel soplo: hincado en la arcilla
Porque con plegarias atroces, ranas, lagartos y aves
lloraban la desaparición de los insectos,
con plegarias atroces
como niños trepando e incendiando cosas
entre las hojas de los árboles
ya nadie podía verlos
la desaparición
la desaparición de las rutas marítimas
la suspensión permanente de las conexiones de vuelo
hacían popular la canción «Robinson
ha vuelto otra vez a su isla perdida
vuelve con su ejército vuelve-vuelve
para no salir jamás»
Para los días de viento
preservábamos en cada hombre todo un parque natural
abriéndose y cerrando
en el sueño primordial de cada planta
hojas que extendidas se retraen por las noches
al mínimo tacto de dios
que en las minúsculas roturas de las bolsas celulares
van lanzando inadvertidos clics en todas direcciones
avisos desde las raíces
en la escucha escondida del subsuelo
en el tiempo del reposo y del descanso
único anillo
que une la tierra con el sol
esa pauta emergente de estructuras redundantes
que a modo de enjambre cultiva
la amistad del viento
la comitiva de insectos
y en pleno vuelo perpetúa los envíos
inseguros de la vida
ortigas tejos y laurel en sus casas dobles
castañas y encinas en sus moradas únicas
el pacto de murciélagos y faros liana
con su moneda de néctar
esa forma fiel que toma la primera
libación de la mañana y el azul con que tiñe
su pétalo el altramuz
ese
gesto imperativo
ciertamente generoso ese engaño
que la orquídea en su disfraz de hembra
llama para el acto del amor -la cópula
tardía que cubre la cabeza amante
todavía más insaciable en las nuevas uniones
sobre falsas superficies deliciosamente pelosas
la cala negra que se vuelve
olor fruta fermentada
prisión y cautiverio junto a senderos y arroyos
que en las horas de la noche
dulce cautiverio de amor de la cala negra
o del titánico aro gigante que en sus reclamos
de cadáver en lentísima descomposición
despliega el poderoso avance de la vida
el mismo poderoso terco avance
que en archivos de polen
cabalga sobre el ala bráctea de los tilos
la pulpa azucarada que los frutos
confían a las aves la semilla
transportaba en el vientre de los osos
el reclamo rojizo que el cerezo
activa únicamente en el tiempo oportuno
para que la vida desgaje
su comienzo pulsátil
su estallido nuclear en el interior de las capillas
excavadas tiernamente
en los laberintos de cada hormiguero
el peligro mortal que supone un destiempo
un error de ingesta prematuro
la falta de respeto a las cadencias
con que la vida impuso sus ritmos
a la totalidad del mundo y las especies
lo que hicimos con la supuesta mejora del maíz
al extraer el clavo de especia
que ancestralmente invocaba a los gusanos
que cerca de las raíces devoraban parásitos y larvas
como la judía de lima en sus pactos cruentos
con los ácaros carnívoros
como la lenteja en sus pactos pacientes
con las bacterias simbiontes
esa conversación que en el subsuelo
empezó siendo química y ahora habla de dios
dios entregándose a sí mismo en nitrógeno y azúcares
dios entregándose a sí mismo en pactos micorrizos
dios entregándose a sí mismo en árboles y hongos
dios donándose a sí mismo
en la tímida firmemente respetuosa amistad
de las copas del alerce
que deciden no tocarse
y en las que
sí se entrelazan
en innumerables abrazos aéreos
buscando una herida de luz
sobre la que puedan fatigosamente temblar
sabiamente cerrar en las horas centrales del día
madera y corteza
abriendo sus minúsculas compuertas oclusivas
hacia un cielo que exclama:
«Dígase que es bello este mundo aquí abajo
y en él ya no cabe ninguna traición»
Así,
del todo iluminadas por las lámparas del bosque
en el breve momento
que en los toques de queda
abríamos los accesos del recinto
(y nos petrificábamos
para una tarde innoble),
podíamos seguir
el curso aéreo de cada semilla
y en cada forastero
saludar a un viejo hijo adoptivo.
Por detrás de las ventanas
por detrás de las ventanas
éramos
el furor y el descanso en la piedra.
Fuimos heridas, y herimos
Escuchamos los espíritus del paisaje
y en las pezuñas de un solo venado
entrevimos el curso humano entero.
(…)
NOTA: El poema de hoy es un fragmento del Libro de las luminarias, encuadrado en el artefacto poético y político SHÍTILUS (La Oveja Roja ed.2020) del poeta Enrique Falcón. Además, este mismo fragmento fue el que me correspondió leer a mí en el recital colectivo que en el mes de octubre [2021] tuvo lugar en Aleatorio Bar. Su autor nos había convocado en comunión a diversos poetas para leer distintos extractos de los capítulos que conforman SHÍTILUS, y de paso celebrar su publicación, en una lectura pública con una duración estimada en alrededor de tres horas.
Abría la celebración el mismo Quique y sucedían amigas y amigos… Isaías, Ana, Alicia, Escandar, Javi… Belén y Eva cerrarían el acto. Mientras esperaba mi turno [después de Javi] iba mamando cerveza sobre cerveza, imaginándome en el pudor de mi lectura, organizando las palabras, intentando respetar en lo posible la oralidad única del maestro (quien haya tenido el privilegio de escucharlo alguna vez sabrá cómo su voz se ancla al tímpano), entonces intentaba vocalizar sin mi propia voz en mi pensamiento lo mejor posible, para mi turno y para que el cenicero que tengo por garganta no se colmase de las estupideces que regala el lúpulo mal asimilado, igualmente procuraba acumular todo el oxígeno necesario, la parte saludable del mismo, para corresponder a un texto prime, talla XL y calidad suprema.
Por qué no, también monté la particular interpretación del texto en mi memoria y por ello recurrí al ritual, a mi propia perfomance, la que me ha proporcionado mi oficio y profesión a lo largo de estos años, cada vez que he tenido que talar o apear un árbol, mutilar alguna de sus ramas, en definitiva, despojarle parte de su universo verde. En el ejercicio de una tala, también en una poda, sobre todo en las más agresivas, y una vez provisto de la protección individual correspondiente, mientras aseo y alimento de mezcla a la máquina, creo siempre pertinente un previo y dedicar mis suplicios, a modo de oración, ante la presencia de la madera todavía viva y antes de que el árbol transmute tronzado a tocón. Todavía es así. Esta liturgia mía también necesita del sonido metálico de la motosierra para que, si acaso, el llanto, el dolor o la súplica de los condenados, llegue mudo a mis oídos. Y eso mismo hice aquella noche, proponiendo mi ritual, ante el público árbol, con el texto leyenda, para sorpresa del mítico Quique. Aún con todo, ahora siento el atrevimiento como siento la orfandad que voy dejando en cada jardín o zona verde en la que laboro. Aquel día me acompañé de la suficiencia de la noche y le pedí a Escandar que buscase en la telaraña virtual el sonido de una motosierra para que me acompañase en la lectura, tampoco olvido algunos pasajes del poema, donde me faltó el aire, que me proporcionó dificultades para cumplir con el regalo de leer a Enrique Falcón en público. Quién sabe, si quizá como un castigo natural y saldo pendiente, de aquellos que exterminé a cambio de unas pocas monedas, no me llegaba el aire.