TRES O CUATROS POETAS Y CUATRO O CINCO CARDOS. Por Gsús Bonilla
Septiembre
acababa de nacer. Recién
parido en el orden gregoriano del calendario trae un llanto desesperado, que
pareciera implorar la urgencia de cambio de solsticio. Llueve. Vendrá el otoño,
pero eso será cuando no le quede más remedio. El otoño climático obedece a sus
cosas de hemisferio, al movimiento y la parsimonia del planeta. También, al
capricho de la luna. No a un número pintado en un papel, clavado en la pared. Ciertamente,
algunos insectos han decidido desaparecer o, al menos, dejar de hacerse
visibles durante gran parte del día; otros, sin embargo, empezaron por elegir
su pupa y resguardarse.
Plantas y arbolado esperan una
segunda oportunidad, la gracia de un clima más sosegado y amable que el castigo
del rey sol semanas atrás. El campo, los jardines, desprenden el olor de los
acontecimientos, dejando para el recuerdo el aroma perpetuo de los secarrales.
En ellos, en los taludes abandonados, al margen de los caminos, en las
escombreras y solares perdidos, se erige empoderado y majestuoso un cardo
gigante, de nombre Onopordum nervosum.
Hace días tuve el oficio de
deshacerme de esta planta, criminalizada y condenada en todo plan de labor que
proponga cualquier concejalía medioambiental de una Entidad local. En aquel
mano a mano, donde gracias
al peso afilado de mi azada me aventuraba vencedor, tuve ocasión de medir unas
fortalezas. Las propias del mundo vegetal y las singulares de mi cuerpo cansado.
Resultado de la contienda: perforación de córnea en mi ojo izquierdo.
Asumí la derrota. Quizá sea por este
hecho, el que ahora me vea en la necesidad de honrar a esta planta. O lo mismo,
es porque desde siempre me han atraído las espinas en su escuálida y
amarillenta fragilidad estival, claro que, aquellos cardos de los que yo tenía
noticias apenas sobrepasaban veinticinco centímetros y siempre, que yo recuerde,
ganaba la suela de mi sandalia.
O puede que también sea, que desde
que me dedico a conjugar mi oficio de jardinero con esto de empujar poemas de
precipicio en precipicio, he deseado restituir la figura de una planta denostada
en la creación literaria. No obstante, en la simbología emocional de la poesía
en castellano y como recurso literario en la creación poética, la alegoría al
cardo ha sido utilizada en tantas ocasiones como poetas pueblan los estantes de
la Biblioteca Nacional; tantas veces, como poetas decimos escribir poemas. Y en
tantas ocasiones usado de ejemplo popular, de lo poco decoroso y antiestético,
del daño y del sufrimiento. En definitiva, fue recurso del tópico común de lo nada
bueno y sinónimo perpetuo de la fealdad. Acompañado, en no pocas ocasiones, de
zarzas y ortigas en este baile de llantos.
En mi afán reivindicativo decidí
comenzar por los significados y las palabras, por los conceptos que aclaran el
lenguaje o, dicho de otro modo, tuve la necesidad de recurrir al Diccionario de
la lengua española. Para ser exacto, a los significados que ofrece la Real
Academia. Y, la verdad, nada nuevo bajo el sol. Dice la RAE sobre el cardo. Del
lat. cardus. hojas grandes y espinosas como las de la alcachofa,
flores azules en cabezuela, y pencas que se comen crudas o cocidas, después de
aporcada la planta para que resulten más blancas, tiernas y sabrosas. 2. m.
coloq. Persona arisca. 3. m. Bol., Cuba y Ec. caraguatá. “Más áspero que un cardo” 1. expr. coloq. Usada para
ponderar el carácter adusto y desabrido de alguien. Aunque he de decir que encontré
otras evidencias, más esmeradas en el sentido de la descripción botánica, donde
a través de una colección de generalidades me hizo caer en la cuenta de la
variedad e importancia, para nuestro diccionario, de esta fantástica planta.
De vernáculo en vernáculo transcurría
mi descubrimiento. Salía a relucir un cardo ajonjero, cardo aljonjero o ajonjera
(Carlina gummifera o Carlina acaulis ); el cardo
bendito o cardo santo (Cnicus benedictus);
otro popular o posiblemente más conocido por todos y protagonista en mi batalla
(quizá también el más confuso al identificar, por confundirlo con el Eryngium
campestre): cardo borriqueño, cardo borriquero o yesquero, el Onopordum
nervosum), del que la RAE ofrece una fotografía detallada: “cardo
que llega a unos tres metros de altura, con las hojas rizadas y espinosas, el
tallo con dos bordes membranosos, y flores purpúreas en cabezuelas terminales”.
Escrupulosa en pormenores y algo
más exacta, la RAE, dibuja a otra familia (Apieceae) de la que algunos cardos, primos
de hinojos y perejiles, también forman parte a través del cardo estelado,
corredor, setero o cardo cucar (Eryngium campestre), el dibujo tenía
este trazo: planta anual, de la familia de las umbelíferas, de un metro de
altura, tallo subdividido, hojas coriáceas, espinosas por el borde, flores
blancas en cabezuelas y fruto ovoide espinoso. Aunque inmediatamente es más
escueta con el llamado cardo de María -señora con la que poco tiene que ver- o,
mejor, cardo mariano, vernáculo derivado de su localización primigenia se dice,
de la Silybum marianum, en Sierra Morena; supongo
que, para el académico de entonces, no sea de este cardo nada digno de mención.
A continuación, retoma la particularidad aludiendo al cardo estrellado (Centaurea
calcitrapa): cardo de tallo peloso, hojas laciniadas, y flores
blancas o purpúreas, dispuestas en cabezuelas laterales y sentadas, con espinas
blancas.
De una planta silvestre que bien
podría parecer un cardo, la narcotizante Lactuca virosa, nos indica
que es de tallo derecho y leñoso, que alcanza unos dos metros de altura, de
hojas grandes, sinuosas, dentadas y con espinas, flores de color amarillento
rojizo, solitarias, terminales y sentadas. La planta está cubierta de un jugo
viscoso y blanquecino. Sea
porque esta plantita, emparentada con las jugosas lechugas, en muchos lugares
es conocida como “cardo lechar o cardo lecherón:” Afortunadamente, en una
página siguiente, como si fuese un acto de arrepentimiento, retoma y enmienda
la figura del cardo originario de Sierra Morena, apuntando de él: cardo de
tallos derechos, hojas abrazadoras, escotadas, espinosas por el margen y
manchadas de blanco, y flores purpúreas en cabezuelas terminales.
En definitiva, lo que la RAE ofrece es una muestra algo representativa de entre los cientos y cientos de estas plantas, divididas en familias y subfamilias, especies y variedades, de las que se tiene constancia. Aun con todo, me quedó el sinsabor de que habría podido incluir algún ejemplar más, aunque hubiera sido un par más. Por tanto, con mi inquietud a cuestas, acudí a la sabiduría del pueblo, allí donde los apegados a la tierra saben de virtudes y fracasos, de tópicos y estereotipos, de dichos y sentencias y son expertos en refranes.
Pues qué otra cosa es el refranero
sino el poemario popular de la tribu, ancestral como la propia palabra. Porque
raro es quien no haya oído alguna vez aquello de Unos cardan la lana y otros
se llevan la fama, refrán que me retrotrae a una de las especies utilizadas
desde antiguo para menesteres varios. La cardoncha, cardo cardador o cardo
de cardadores, donde tejedores de antaño y sus pisones de madera, movidos la por
fuerza del agua, desenredaban cientos de fardos de lana con las cabezuelas de
la Dipsacus fullonum para confeccionar paños y mantas.
Por no extender mucho más este apunte
refranero y no caer en más repeticiones -que sin duda habrán de darse en lo que
resta de texto- no estaría de más hacer referencia a la parte del estómago, si
acaso para señalar a un par de ellos, o quizá tres, importantes, conjugados en
este refrán que hasta hoy desconocía: Del cardo la hoja, de la alcachofa: el corazón,
donde encuentro homenaje (acaso por resarcir de la penuria del hambre, en
la barbarie franquista de los años bélicos -y posteriores-, a las personas más
humildes de nuestro país) para el ibérico Scolymus hispánicus, cardillo,
cardo de olla o tagarnina; he ahí la alcachofa silvestre Cynara
cardunculus e igualmente la domesticada Cynara
scolymus o alcachofa, también nombrada alcaucil.
Otra muestra más para seguir
incidiendo en la nada descabellada idea, la que mereciera estos pocos apuntes
de mi historia, o mejor, la de los cardos por sí sola, sea el que defendiese
que estamos ante una magnífica planta, que por distintos motivos ha llamado,
desde siempre, la atención de las personas. Sin embargo, a pesar de la
diversidad de especies y sus singulares y múltiples características, me queda
la desazón del agravio porque se haya simplificado en "cardo" todo
aquello que estilísticamente no gustaba, si acaso en el desprecio acostumbrado
de denostar éso que el hombre desde antiguo consideró inferior a su Ser.
Cardos de los que sabemos en el
antiguo y nuevo Testamento, donde los estudiosos de la flora de la Tierra Santa
identificaron una Centaura spinosa (Isaias
34:13). Se sabe que un silybum fue citado por Plinio y por
Dioscórides en su "Materia médica". Posiblemente sea un Cirsium
heterophyllum (Cardo de la melancolía) la flor nacional de Escocia,
aunque hay quien opta por el Cirsium vulgare o cardo guardián, quizá
porque este se ajuste más a la leyenda que lo acompaña, en cualquier caso, lo
es desde tiempos inmemoriales; igual que su protagonismo en épicos y patrióticos
poemas, escritos algunos de los mismos por poetas vecinos de la nación del
whisky. Es el caso del inglés Ted Hughes.
Planta que no pasó desapercibida en
la literatura, como era de intuir. Fueron muchos, y lo son todavía, quienes hacen
de estos vegetales protagonistas secundarios en sus versos, cuentos o
narraciones; hasta hubo quien decidió que un cardo cualquiera, por sí mismo, ejerciera
de primera estrella en distintos y variados textos. En las aventuras del cardo
Hans Christian Andersen hizo de reyes y plebeyos una fábula perenne, recurriendo
a la misma flor de Escocia. Unamuno se perdió con ellos en un poema o el propio
Juan Ramón, donde a lomos de su Platero (el cardo y el asno, de siempre uña y
carne en el imaginario popular) se topa con las Renegridas, sudorosas,
sucias, perdidas en el polvo con sol del mediodía, aún una flaca hermosura recia
las acompaña, como un recuerdo seco y duro... Míralas a las tres, Platero. ¡Con
qué confianza llevan la vejez a la vida, penetradas por la primavera esta que
hace florecer de amarillo el cardo en la vibrante dulzura de su hervoroso sol! El
poeta de Moguer además de en el capítulo de Las tres viejas incidiría con
los cardos en su obra poética; quizá llevado por el conocimiento propio de
quien no se sabe atractivo y ese temor de aprobación del otro, escribiría una
pequeña oda a la resignación, bajo el título de Dios del amor.
Unos versos llevados con
impasibilidad hacia la categoría de doliente, con la cualidad extraordinaria del
que se sabe maestro en el oficio del poema: Lo que queráis, señor;/ y sea lo
que queráis.// Si queréis que entre las rosas/ ría hacia los matinales/ resplandores
de la vida,/ que sea lo que queráis.// Si queréis que entre los cardos/ sangre
hacia las insondables/ sombras de la noche eterna,/ que sea lo que queráis.// Gracias
si queréis que mire,/ gracias si queréis cegarme;/ gracias por todo y por nada,/
y sea lo que queráis.// Lo que queráis, señor;/ y sea lo que queráis.
Me pregunto, si este par de cardos de Jiménez serán aquellas alcachofas silvestres que antes apunté o quizá el cardo mariano, o ambos, especies que en la actualidad sirven de cura al suelo hostil por las tierras del poeta, siendo capaces de colonizar y regenerar suelos contaminados, como los afectados por vertidos criminales y la tiranía medioambiental de las tóxicas petroquímicas. Cardos para emendar el suelo, tarea restauradora, nitrógeno para el espíritu, exactos como Juan Ramón Jiménez, la palabra y su poética.
Cardos que encajaron en la poesía. En
poetas enormes, de talla… Lorca, Vallejo, Neruda, Mistral, Cradenal, Orozco, Ajmatova,
Martí, Aleixandre, que valgan de ejemplo… «Un cardo también es un poema». Y poemas para
la posteridad en El Gayo que no cesa; como no cesara Miguel, poema a
poema, cuando se trata de cardos y poesía. Recurrió a ellos en decenas
de poemas.
No trataré de descubrir aquí y
ahora su vida y penurias, el origen del poeta. Pero si hay alguien que tenga el
don de la poesía y la capacidad de la palabra sufrida ese, sin duda, fue Miguel
Hernández, quien desde su zurrón de dignidad, con la zamarra propia de su
suerte, pastoreaba niño lindes y veredas, cordeles y cañadas, preñadas de
cardos. Por tanto, planta
familiar, hermana de sangres, sudores y lágrimas, para él. Compañeras que en su
poética representarían el desgarramiento del dolor propio: Umbrío por la
pena, casi bruno, /porque la pena tizna cuando estalla,/ donde yo no me hallo,
no se halla/ hombre más apenado que ninguno./Sobre la pena duermo solo y uno,/ pena
es mi paz y pena mi batalla,/perro que ni me deja ni se calla,/siempre a su
dueño fiel, pero importuno./Cardos y penas llevo por corona,/cardos y penas
siembran sus leopardos/ y no me dejan bueno hueso alguno./ No podrá con la pena
mi persona/rodeada de penas y de cardos/: ¡cuánto penar para morirse uno.
Pero no sólo de lo estético vivo en
mi desánimo. La repulsa y el argumento para la negación del otro alimenta por
momentos mi tristeza, que perplejo me llevan a otros versos, donde encuentro otra
violencia y, quizá, demasiada animadversión hacia esta planta única, significado
sobresaliente en ejemplos de la familia Astaraceae (estirpe retratada en otro
tópico: "margarita", que nos retrotraerá de un plumazo a la belleza
de una flor cualquiera y por todos conocida). A Don José Emilio Pacheco le otorgué el exceso
y la capacidad de profundizar en los matices de esta planta de flor humilde y
exponerlos -o exhibirlos- en sus composiciones. El loado poeta mexical, de
quien no quiero trascribir su poema El cardo (aunque invito desde aquí a
un ejercicio de búsqueda), donde en la traslación transcurre desde lo arbustivo
al plano humano en el poema y que me mueve a pensar en cierto exceso bélico
hacia un ser vivo. Me pregunto qué le llevaría a este hombre en su ejercicio herboricida.
Yo imagino en su poema al Silybum
marianum, el cardo mariano ya apuntado, posible casi en cualquier punto del
planeta y ciertamente exótico, por el conformado volumen de espinas a modo de sistema
defensivo que le acompañará durante toda su corta vida. Maravilloso en el porte,
su esplendor colorido y primaveral. Hipnótico, incluso moribundo. De la misma
manera fantaseo con don José Emilo y su proclama, llevado en volandas o sacado
en procesión por un nutrido grupo de latifundistas agradecidos. Bueno, la
imaginación a veces es caprichosa, pero no es menos cierta la realidad, porque
hay noticias donde se apunta que, desde algunos ámbitos naturalistas en
aquellas latitudes, abogan por erradicar las poblaciones existentes de Silybum
y allegados. Por lo visto, a ellos y al poeta les resulta una planta
prescindible en sus ecosistemas. Una pena.
Algo similar sucede con el canon
verde en el esplendor que acoge a la subjetividad del mundo vegetal. Botánicos,
paisajistas, naturalistas, ecologistas, jardineros… donde las apariencias que
moldean el raciocinio en ocasiones nos lleva a denostar la belleza, puede que
oculta, de una u otra planta. Tampoco es fácil, cuando se trata de plantas,
llegar a la capacidad de distinguir entre belleza y/o fealdad. Supongo que el
encanto, como se dice del buen vino, hay no solo descubrirlo sino disfrutarlo,
cuando se encuentra. Y suele estar ahí, al otro lado de las gafas de mirar más
allá de la nariz. Y como no me sale ser imparcial, quizás por ese poquino de
juicio que uno sigue atesorando en su neocórtex atelarañado, decidí reivindicar
en esta nota el preciosismo de esta planta marginada y desapercibida, aun
siendo protagonista de cualquier rincón imaginable.
Porque quise saber cómo en el
sentido del cardo respira la poesía actual en castellano, aludí a ella en mis
redes sociales. Salieron a mi encuentro poetas, amigos y amigas, quienes a
través de sus propias composiciones o lecturas recomendadas, me pude hacer otra
idea, la de que el cardo goza de buena salud en nuestras letras. Leí con cierta
amargura y mucho agradecimiento a mis contemporáneos: Cristina Morano, Sara
Castelar Lorca, Tomás Rivero, Carmen del Río, Jorge Molinero, David Benedicte,
Daniel Macias, Paco Moral, Giovanni Collazos, Jorge García Torrego, Anabel
Caride, Tomás Soler Borja, Mar Gómez, Marisol Torres, Esther Cinta Reyes,
Alania Sánchez, Jacob Iglesias, Auxi Comendador, Ana Gorría y Óscar Ayala,
Aunque en ocasiones me han herido, dije,
a veces con cierta gravedad, me maravillan estas plantas que miro escuálidas y
desabridas, recargadas de aguijones y espinas, casi siempre de un amarillo
flaco, en inhóspitos lugares. Me atraen sobre todo cuando van amarilleando,
poco a poco, hasta dejar su verde característico que las reconoce como herbáceas
y desprenderse de su multiplicidad de colores cuando florecen. Me parece
fascinante su capacidad de resistencia, su empeño en asentarse en cualquier
terreno y multiplicarse. También porque son esplendorosas en sus cientos de
formas y variedades, a cual más inquietante.
En este inventario de extremos me habré
dejado seguro, en el camino, en el hábitat de la cuneta, más de una y de dos y
de tres que todavía he de descubrir, así que prometo seguir atisbando con la
mirada que me queda y, si puedo, rescatarla para el futuro, sin ir más lejos.