martes, 8 de diciembre de 2020

TRES O CUATROS POETAS Y CUATRO O CINCO CARDOS

 TRES O CUATROS POETAS Y CUATRO O CINCO CARDOS. Por Gsús Bonilla

Septiembre acababa de nacer. Recién parido en el orden gregoriano del calendario trae un llanto desesperado, que pareciera implorar la urgencia de cambio de solsticio. Llueve. Vendrá el otoño, pero eso será cuando no le quede más remedio. El otoño climático obedece a sus cosas de hemisferio, al movimiento y la parsimonia del planeta. También, al capricho de la luna. No a un número pintado en un papel, clavado en la pared. Ciertamente, algunos insectos han decidido desaparecer o, al menos, dejar de hacerse visibles durante gran parte del día; otros, sin embargo, empezaron por elegir su pupa y resguardarse.

Plantas y arbolado esperan una segunda oportunidad, la gracia de un clima más sosegado y amable que el castigo del rey sol semanas atrás. El campo, los jardines, desprenden el olor de los acontecimientos, dejando para el recuerdo el aroma perpetuo de los secarrales. En ellos, en los taludes abandonados, al margen de los caminos, en las escombreras y solares perdidos, se erige empoderado y majestuoso un cardo gigante, de nombre Onopordum nervosum.

Hace días tuve el oficio de deshacerme de esta planta, criminalizada y condenada en todo plan de labor que proponga cualquier concejalía medioambiental de una Entidad local. En aquel mano a mano, donde gracias al peso afilado de mi azada me aventuraba vencedor, tuve ocasión de medir unas fortalezas. Las propias del mundo vegetal y las singulares de mi cuerpo cansado. Resultado de la contienda: perforación de córnea en mi ojo izquierdo.


Asumí la derrota. Quizá sea por este hecho, el que ahora me vea en la necesidad de honrar a esta planta. O lo mismo, es porque desde siempre me han atraído las espinas en su escuálida y amarillenta fragilidad estival, claro que, aquellos cardos de los que yo tenía noticias apenas sobrepasaban veinticinco centímetros y siempre, que yo recuerde, ganaba la suela de mi sandalia.

O puede que también sea, que desde que me dedico a conjugar mi oficio de jardinero con esto de empujar poemas de precipicio en precipicio, he deseado restituir la figura de una planta denostada en la creación literaria. No obstante, en la simbología emocional de la poesía en castellano y como recurso literario en la creación poética, la alegoría al cardo ha sido utilizada en tantas ocasiones como poetas pueblan los estantes de la Biblioteca Nacional; tantas veces, como poetas decimos escribir poemas. Y en tantas ocasiones usado de ejemplo popular, de lo poco decoroso y antiestético, del daño y del sufrimiento. En definitiva, fue recurso del tópico común de lo nada bueno y sinónimo perpetuo de la fealdad. Acompañado, en no pocas ocasiones, de zarzas y ortigas en este baile de llantos.

En mi afán reivindicativo decidí comenzar por los significados y las palabras, por los conceptos que aclaran el lenguaje o, dicho de otro modo, tuve la necesidad de recurrir al Diccionario de la lengua española. Para ser exacto, a los significados que ofrece la Real Academia. Y, la verdad, nada nuevo bajo el sol. Dice la RAE sobre el cardo. Del lat. cardus. hojas grandes y espinosas como las de la alcachofa, flores azules en cabezuela, y pencas que se comen crudas o cocidas, después de aporcada la planta para que resulten más blancas, tiernas y sabrosas. 2. m. coloq. Persona arisca. 3. m. Bol., Cuba y Ec. caraguatá. “Más áspero que un cardo” 1. expr. coloq. Usada para ponderar el carácter adusto y desabrido de alguien. Aunque he de decir que encontré otras evidencias, más esmeradas en el sentido de la descripción botánica, donde a través de una colección de generalidades me hizo caer en la cuenta de la variedad e importancia, para nuestro diccionario, de esta fantástica planta.

De vernáculo en vernáculo transcurría mi descubrimiento. Salía a relucir un cardo ajonjero, cardo aljonjero o ajonjera (Carlina gummifera o Carlina acaulis ); el cardo bendito o cardo santo (Cnicus benedictus); otro popular o posiblemente más conocido por todos y protagonista en mi batalla (quizá también el más confuso al identificar, por confundirlo con el Eryngium campestre): cardo borriqueño, cardo borriquero o yesquero, el Onopordum nervosum), del que la RAE ofrece una fotografía detallada: “cardo que llega a unos tres metros de altura, con las hojas rizadas y espinosas, el tallo con dos bordes membranosos, y flores purpúreas en cabezuelas terminales”


Escrupulosa en pormenores y algo más exacta, la RAE, dibuja a otra familia (Apieceae) de la que algunos cardos, primos de hinojos y perejiles, también forman parte a través del cardo estelado, corredor, setero o cardo cucar (Eryngium campestre), el dibujo tenía este trazo: planta anual, de la familia de las umbelíferas, de un metro de altura, tallo subdividido, hojas coriáceas, espinosas por el borde, flores blancas en cabezuelas y fruto ovoide espinoso. Aunque inmediatamente es más escueta con el llamado cardo de María -señora con la que poco tiene que ver- o, mejor, cardo mariano, vernáculo derivado de su localización primigenia se dice, de la Silybum marianum, en Sierra Morena; supongo que, para el académico de entonces, no sea de este cardo nada digno de mención. A continuación, retoma la particularidad aludiendo al cardo estrellado (Centaurea calcitrapa): cardo de tallo peloso, hojas laciniadas, y flores blancas o purpúreas, dispuestas en cabezuelas laterales y sentadas, con espinas blancas.

De una planta silvestre que bien podría parecer un cardo, la narcotizante Lactuca virosa, nos indica que es de tallo derecho y leñoso, que alcanza unos dos metros de altura, de hojas grandes, sinuosas, dentadas y con espinas, flores de color amarillento rojizo, solitarias, terminales y sentadas. La planta está cubierta de un jugo viscoso y blanquecino. Sea porque esta plantita, emparentada con las jugosas lechugas, en muchos lugares es conocida como “cardo lechar o cardo lecherón:” Afortunadamente, en una página siguiente, como si fuese un acto de arrepentimiento, retoma y enmienda la figura del cardo originario de Sierra Morena, apuntando de él: cardo de tallos derechos, hojas abrazadoras, escotadas, espinosas por el margen y manchadas de blanco, y flores purpúreas en cabezuelas terminales.

En definitiva, lo que la RAE ofrece es una muestra algo representativa de entre los cientos y cientos de estas plantas, divididas en familias y subfamilias, especies y variedades, de las que se tiene constancia. Aun con todo, me quedó el sinsabor de que habría podido incluir algún ejemplar más, aunque hubiera sido un par más. Por tanto, con mi inquietud a cuestas, acudí a la sabiduría del pueblo, allí donde los apegados a la tierra saben de virtudes y fracasos, de tópicos y estereotipos, de dichos y sentencias y son expertos en refranes.

Pues qué otra cosa es el refranero sino el poemario popular de la tribu, ancestral como la propia palabra. Porque raro es quien no haya oído alguna vez aquello de Unos cardan la lana y otros se llevan la fama, refrán que me retrotrae a una de las especies utilizadas desde antiguo para menesteres varios. La cardoncha, cardo cardador o cardo de cardadores, donde tejedores de antaño y sus pisones de madera, movidos la por fuerza del agua, desenredaban cientos de fardos de lana con las cabezuelas de la Dipsacus fullonum para confeccionar paños y mantas.

Por no extender mucho más este apunte refranero y no caer en más repeticiones -que sin duda habrán de darse en lo que resta de texto- no estaría de más hacer referencia a la parte del estómago, si acaso para señalar a un par de ellos, o quizá tres, importantes, conjugados en este refrán que hasta hoy desconocía:  Del cardo la hoja, de la alcachofa: el corazón, donde encuentro homenaje (acaso por resarcir de la penuria del hambre, en la barbarie franquista de los años bélicos -y posteriores-, a las personas más humildes de nuestro país) para el ibérico Scolymus hispánicus, cardillo, cardo de olla o tagarnina; he ahí la alcachofa silvestre Cynara cardunculus e igualmente la domesticada Cynara scolymus o alcachofa, también nombrada alcaucil.

Otra muestra más para seguir incidiendo en la nada descabellada idea, la que mereciera estos pocos apuntes de mi historia, o mejor, la de los cardos por sí sola, sea el que defendiese que estamos ante una magnífica planta, que por distintos motivos ha llamado, desde siempre, la atención de las personas. Sin embargo, a pesar de la diversidad de especies y sus singulares y múltiples características, me queda la desazón del agravio porque se haya simplificado en "cardo" todo aquello que estilísticamente no gustaba, si acaso en el desprecio acostumbrado de denostar éso que el hombre desde antiguo consideró inferior a su Ser.

Cardos de los que sabemos en el antiguo y nuevo Testamento, donde los estudiosos de la flora de la Tierra Santa identificaron una Centaura spinosa (Isaias 34:13). Se sabe que un silybum fue citado por Plinio y por Dioscórides en su "Materia médica". Posiblemente sea un Cirsium heterophyllum (Cardo de la melancolía) la flor nacional de Escocia, aunque hay quien opta por el Cirsium vulgare o cardo guardián, quizá porque este se ajuste más a la leyenda que lo acompaña, en cualquier caso, lo es desde tiempos inmemoriales; igual que su protagonismo en épicos y patrióticos poemas, escritos algunos de los mismos por poetas vecinos de la nación del whisky. Es el caso del inglés Ted Hughes.

Planta que no pasó desapercibida en la literatura, como era de intuir. Fueron muchos, y lo son todavía, quienes hacen de estos vegetales protagonistas secundarios en sus versos, cuentos o narraciones; hasta hubo quien decidió que un cardo cualquiera, por sí mismo, ejerciera de primera estrella en distintos y variados textos. En las aventuras del cardo Hans Christian Andersen hizo de reyes y plebeyos una fábula perenne, recurriendo a la misma flor de Escocia. Unamuno se perdió con ellos en un poema o el propio Juan Ramón, donde a lomos de su Platero (el cardo y el asno, de siempre uña y carne en el imaginario popular) se topa con las Renegridas, sudorosas, sucias, perdidas en el polvo con sol del mediodía, aún una flaca hermosura recia las acompaña, como un recuerdo seco y duro... Míralas a las tres, Platero. ¡Con qué confianza llevan la vejez a la vida, penetradas por la primavera esta que hace florecer de amarillo el cardo en la vibrante dulzura de su hervoroso sol! El poeta de Moguer además de en el capítulo de Las tres viejas incidiría con los cardos en su obra poética; quizá llevado por el conocimiento propio de quien no se sabe atractivo y ese temor de aprobación del otro, escribiría una pequeña oda a la resignación, bajo el título de Dios del amor.

Unos versos llevados con impasibilidad hacia la categoría de doliente, con la cualidad extraordinaria del que se sabe maestro en el oficio del poema: Lo que queráis, señor;/ y sea lo que queráis.// Si queréis que entre las rosas/ ría hacia los matinales/ resplandores de la vida,/ que sea lo que queráis.// Si queréis que entre los cardos/ sangre hacia las insondables/ sombras de la noche eterna,/ que sea lo que queráis.// Gracias si queréis que mire,/ gracias si queréis cegarme;/ gracias por todo y por nada,/ y sea lo que queráis.// Lo que queráis, señor;/ y sea lo que queráis.

Me pregunto, si este par de cardos de Jiménez serán aquellas alcachofas silvestres que antes apunté o quizá el cardo mariano, o ambos, especies que en la actualidad sirven de cura al suelo hostil por las tierras del poeta, siendo capaces de colonizar y regenerar suelos contaminados, como los afectados por vertidos criminales y la tiranía medioambiental de las tóxicas petroquímicas. Cardos para emendar el suelo, tarea restauradora, nitrógeno para el espíritu, exactos como Juan Ramón Jiménez, la palabra y su poética.

Cardos que encajaron en la poesía. En poetas enormes, de talla… Lorca, Vallejo, Neruda, Mistral, Cradenal, Orozco, Ajmatova, Martí, Aleixandre, que valgan de ejemplo…  «Un cardo también es un poema». Y poemas para la posteridad en El Gayo que no cesa; como no cesara Miguel, poema a poema, cuando se trata de cardos y poesía. Recurrió a ellos en decenas de poemas.

No trataré de descubrir aquí y ahora su vida y penurias, el origen del poeta. Pero si hay alguien que tenga el don de la poesía y la capacidad de la palabra sufrida ese, sin duda, fue Miguel Hernández, quien desde su zurrón de dignidad, con la zamarra propia de su suerte, pastoreaba niño lindes y veredas, cordeles y cañadas, preñadas de cardos. Por tanto, planta familiar, hermana de sangres, sudores y lágrimas, para él. Compañeras que en su poética representarían el desgarramiento del dolor propio: Umbrío por la pena, casi bruno, /porque la pena tizna cuando estalla,/ donde yo no me hallo, no se halla/ hombre más apenado que ninguno./Sobre la pena duermo solo y uno,/ pena es mi paz y pena mi batalla,/perro que ni me deja ni se calla,/siempre a su dueño fiel, pero importuno./Cardos y penas llevo por corona,/cardos y penas siembran sus leopardos/ y no me dejan bueno hueso alguno./ No podrá con la pena mi persona/rodeada de penas y de cardos/: ¡cuánto penar para morirse uno.

Pero no sólo de lo estético vivo en mi desánimo. La repulsa y el argumento para la negación del otro alimenta por momentos mi tristeza, que perplejo me llevan a otros versos, donde encuentro otra violencia y, quizá, demasiada animadversión hacia esta planta única, significado sobresaliente en ejemplos de la familia Astaraceae (estirpe retratada en otro tópico: "margarita", que nos retrotraerá de un plumazo a la belleza de una flor cualquiera y por todos conocida). A Don José Emilio Pacheco le otorgué el exceso y la capacidad de profundizar en los matices de esta planta de flor humilde y exponerlos -o exhibirlos- en sus composiciones. El loado poeta mexical, de quien no quiero trascribir su poema El cardo (aunque invito desde aquí a un ejercicio de búsqueda), donde en la traslación transcurre desde lo arbustivo al plano humano en el poema y que me mueve a pensar en cierto exceso bélico hacia un ser vivo. Me pregunto qué le llevaría a este hombre en su ejercicio herboricida.

Yo imagino en su poema al Silybum marianum, el cardo mariano ya apuntado, posible casi en cualquier punto del planeta y ciertamente exótico, por el conformado volumen de espinas a modo de sistema defensivo que le acompañará durante toda su corta vida. Maravilloso en el porte, su esplendor colorido y primaveral. Hipnótico, incluso moribundo. De la misma manera fantaseo con don José Emilo y su proclama, llevado en volandas o sacado en procesión por un nutrido grupo de latifundistas agradecidos. Bueno, la imaginación a veces es caprichosa, pero no es menos cierta la realidad, porque hay noticias donde se apunta que, desde algunos ámbitos naturalistas en aquellas latitudes, abogan por erradicar las poblaciones existentes de Silybum y allegados. Por lo visto, a ellos y al poeta les resulta una planta prescindible en sus ecosistemas. Una pena.


Algo similar sucede con el canon verde en el esplendor que acoge a la subjetividad del mundo vegetal. Botánicos, paisajistas, naturalistas, ecologistas, jardineros… donde las apariencias que moldean el raciocinio en ocasiones nos lleva a denostar la belleza, puede que oculta, de una u otra planta. Tampoco es fácil, cuando se trata de plantas, llegar a la capacidad de distinguir entre belleza y/o fealdad. Supongo que el encanto, como se dice del buen vino, hay no solo descubrirlo sino disfrutarlo, cuando se encuentra. Y suele estar ahí, al otro lado de las gafas de mirar más allá de la nariz. Y como no me sale ser imparcial, quizás por ese poquino de juicio que uno sigue atesorando en su neocórtex atelarañado, decidí reivindicar en esta nota el preciosismo de esta planta marginada y desapercibida, aun siendo protagonista de cualquier rincón imaginable.

Porque quise saber cómo en el sentido del cardo respira la poesía actual en castellano, aludí a ella en mis redes sociales. Salieron a mi encuentro poetas, amigos y amigas, quienes a través de sus propias composiciones o lecturas recomendadas, me pude hacer otra idea, la de que el cardo goza de buena salud en nuestras letras. Leí con cierta amargura y mucho agradecimiento a mis contemporáneos: Cristina Morano, Sara Castelar Lorca, Tomás Rivero, Carmen del Río, Jorge Molinero, David Benedicte, Daniel Macias, Paco Moral, Giovanni Collazos, Jorge García Torrego, Anabel Caride, Tomás Soler Borja, Mar Gómez, Marisol Torres, Esther Cinta Reyes, Alania Sánchez, Jacob Iglesias, Auxi Comendador, Ana Gorría y Óscar Ayala,

Aunque en ocasiones me han herido, dije, a veces con cierta gravedad, me maravillan estas plantas que miro escuálidas y desabridas, recargadas de aguijones y espinas, casi siempre de un amarillo flaco, en inhóspitos lugares. Me atraen sobre todo cuando van amarilleando, poco a poco, hasta dejar su verde característico que las reconoce como herbáceas y desprenderse de su multiplicidad de colores cuando florecen. Me parece fascinante su capacidad de resistencia, su empeño en asentarse en cualquier terreno y multiplicarse. También porque son esplendorosas en sus cientos de formas y variedades, a cual más inquietante.

En este inventario de extremos me habré dejado seguro, en el camino, en el hábitat de la cuneta, más de una y de dos y de tres que todavía he de descubrir, así que prometo seguir atisbando con la mirada que me queda y, si puedo, rescatarla para el futuro, sin ir más lejos.