Pasear de noche en busca de un racimo de rosas mínimas, como las que ofrece el Sorbus aucuparia, es una aventura condenada al fracaso.
Hay lugares en los que las estrellas están a mano, limpios de contaminación lumínica y en los que sólo la acostumbrada cubierta de astros queda a tu disposición, para ser arropado, para ser acogido o, qué sé yo, sentirte envuelto en esa sábana oscura, que se me antoja ahora el firmamento.
Y quedarte ahí, a veces oculto, a veces al descubierto, pero un buen rato, sin palabras, para así no poder prestar tu voz a lo silenciado.
Enmudecido. Con ese pudor me paro en un límite, sosteniéndome entre piedras estériles y ruinas de otra época. Al lado de él, en la nocturnidad de las doce, la cautela de la temperatura y la precaución de un mes de agosto a punto de morir.
Quería ver el serbal a esta hora, sin luz, en la que la ramificación es más bella y su floración pasa extrañamente desapercibida. El hándicap era hacer coincidir su esplendor sencillo y pequeño, breve, al otro lado de la eternidad, con la soberbia de sus frutos, agraciadamente rojos.
El espectáculo fue algo cercano a un poema o una canción, era como un sueño, un color, o qué sé yo. Algo que todavía no he sido capaz de describir, con acierto, en este cuaderno. Alunizante.
Gsús Bonilla. (Cuaderno de campo. Agosto 25/19)
N 42º 16' 48.031'' / E 6º 19' 36.183''
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